
El concurso de cuentos sobre migración "Esther Kolonsky - Ashoka" premió a Alexander Emilio Ticlia Reyes, joven de 18 años que pertenece a nuestra Agencia. Compartimos su relato y el link para descargar el libro completo, que incluye una guía para abordar temáticas migratorias.
La oportunidad de migrar o migrar para la oportunidad
Por Alexander Emilio Ticlia Reyes
Artem observaba las tablas de madera que cubrían las ventanas de su casa. A través de las pequeñas grietas que dejaban entrar apenas un rayo de luz, podía adivinar la figura del sol, pero no la sentía. En su mente se repetía una y otra vez la misma escena: sus pies descalzos sobre el pasto verde del parque y sus amigos corriendo a su alrededor mientras el sol se escondía tras las casas del pueblo. Extrañaba las risas, los juegos y la sensación de libertad. Pero ahora, el sonido de los bombardeos le recordaba que todo eso era solo un recuerdo.
El refugio que le brindaba su hogar ahora se había convertido en una prisión, un lugar de espera e incertidumbre. Las estanterías de la despensa estaban vacías, y la última lata de garbanzos que habían abierto hacía un día ya no parecía suficiente para llenar el estómago de la familia.
Artem, estaba en la edad justa para ser llamado al ejército. Su hermano menor aún era un adolescente, y sus padres, aunque fuertes de espíritu, ya no podían escapar. Su madre, siempre la más optimista, le sonreía débilmente mientras le servía su ración de comida.
—Todo va a mejorar— le decía, aunque ambos sabían que esa mejora no vendría pronto.
La guerra había llegado de repente, llevándose todo a su paso. Artem solía ser un estudiante de inglés e historia con un futuro brillante por delante, pero todo eso había quedado atrás. Lo único que quedaba era tomar una decisión: quedarse y unirse al ejército, o intentar buscar refugio en otro país.
—Dicen que migrar es como poder empezar de nuevo, ¿no? —preguntó Artem a su madre, una mujer fuerte que siempre tenía una sonrisa amable en su rostro.
—Hijo, migrar es como sembrar una nueva semilla en tierra desconocida —respondió la madre—. No sabes si la tierra será fértil o árida, pero si no la siembras, nunca crecerá nada.
Él nunca había pensado en sí mismo como un sembrador de oportunidades. Siempre había asumido que uno simplemente aceptaba lo que la vida le daba. Pero algo estaba cambiando en su interior. La migración, que inicialmente parecía un escape, ahora se le presentaba como una posibilidad de construir algo diferente, algo nuevo.
La noche que decidió irse fue silenciosa. No hubo grandes discusiones ni despedidas dramáticas. Se abrazaron fuerte mientras las palabras de su madre resonaban en su mente. No se lo había dicho directamente, pero sabía que ella esperaba que él se fuera.
Con una mochila ligera al hombro y el corazón pesado, tomó ruta y se unió a un grupo de jóvenes que, como él, también escapaban del conflicto. Cruzaron varias fronteras antes de llegar a Polonia, desde donde Artem pudo gestionar su estatus de refugiado para viajar a Argentina, un país en el que no conocía a nadie, pero que, según decían, estaba abierto a recibir a quienes huían de la guerra.
El aterrizaje en Buenos Aires fue abrumador. Artem nunca había estado tan lejos de casa, y la sensación de estar en un país completamente desconocido le producía una mezcla de miedo y ansiedad. El idioma era el primer obstáculo: las palabras en español sonaban extrañas y rápidas, y aunque había aprendido algunas frases básicas durante el viaje, no se sentía capaz de mantener una conversación fluida.
Su primera noche la pasó en un albergue gestionado por una iglesia a las afueras de la ciudad. El lugar estaba lleno de otros refugiados, algunos de Ucrania, pero también de otros países que enfrentaban sus propias crisis. Era un crisol de historias tristes y sueños rotos, pero también un refugio en el que se sentía la esperanza.
Al principio, se sintió desorientado. Estaba en un lugar seguro, pero la incertidumbre seguía persiguiéndolo. ¿Qué sería de su familia? ¿Podría encontrar un trabajo? ¿Alguna vez lograría adaptarse a esta nueva cultura? Sin embargo, en medio de todas esas preguntas, una voz interna le recordaba que había sobrevivido a lo peor. Había escapado y ahora tenía una oportunidad. Solo debía encontrar la manera de aprovecharla.
Con el tiempo, fue conociendo a más personas. Entre ellas estaba Juan, un voluntario de la iglesia que hablaba algo de inglés y ayudaba a los refugiados a adaptarse. Juan se convirtió en un gran apoyo para él, no sólo como traductor, sino también como amigo.
—Aquí la vida es diferente y diversa, pero si te esfuerzas, encontrarás tu lugar— le decía Juan cada vez que veía a Artem sumido en la nostalgia.
Artem no tardó en darse cuenta de que no podía quedarse de brazos cruzados esperando que las oportunidades llegaran a él. Sabía que, si quería integrarse y ser útil, debía aprender el idioma y buscar maneras de colaborar con la comunidad que lo había acogido. En su tiempo libre, comenzó a asistir a clases de español en la iglesia y a ayudar con tareas pequeñas. Primero fue en la carpintería, luego en la cocina, pero lo que realmente lo motivaba era ayudar a los niños más pequeños que, como él, habían llegado sin hablar el idioma.
En una ocasión, un grupo de refugiados llegó al albergue. Sus rostros eran un reflejo del propio Artem cuando llegó: asustados, desorientados y llenos de preguntas. Fue entonces cuando decidió que no solo estaba ahí para buscar oportunidades, sino que además estaba para multiplicarlas.
Con las clases de español que había aprendido y su conocimiento básico de carpintería, empezó a organizar pequeños talleres para los niños. No solo les enseñaba a hablar algunas palabras en español, sino también a hacer manualidades, a construir cosas con sus manos. Quería que sintieran que, aunque estaban lejos de casa, podían crear algo nuevo en este lugar.
Poco a poco, su rol en la comunidad de refugiados fue creciendo. Descubrió que ayudar a otros no solo le daba un propósito, sino que también le permitía sanar aquellas heridas que tenía en su interior. En cada clase que impartía, veía a los niños sonreír, aprender y comenzar a soñar nuevamente, y eso le recordaba que, a pesar de todo lo que había perdido, aún tenía la capacidad de ser un agente de cambio.
Con el paso de los meses, dejó de sentirse como un extraño en Argentina. Ya no era solo un refugiado más, sino un joven que había encontrado un propósito en un país que le abrió las puertas cuando más lo necesitaba. Aprendió que migrar no era simplemente escapar del peligro, sino también una oportunidad de reinventarse, de descubrir quién podía llegar a ser en un contexto completamente nuevo.
Un día, mientras le enseñaba a un grupo de niños cómo construir una maceta con botellas de plástico, uno de ellos, le preguntó:
—¿Cuándo vamos a volver a casa?
Se quedó en silencio por un momento, mirando al niño a los ojos. Sabía que esa era la pregunta que todos se hacían, incluso él mismo. Pero también sabía que, para muchos, el hogar que habían conocido tal vez ya no existía, al menos no de la forma en que lo recordaban.
—No lo sé— respondió con sinceridad—. Pero mientras estamos aquí, podemos construir algo nuevo. Tal vez este también pueda ser nuestro hogar.
Esa fue la lección más importante que había aprendido en su viaje: la oportunidad de migrar no era solo la de encontrar un nuevo lugar donde vivir, sino la de crear nuevas oportunidades para sí mismo y para otros. Y aunque extrañaba su lugar de origen todos los días, sabía que el futuro, donde fuera que estuviera, dependería de lo que hiciera hoy.
Artem nunca olvidaría las maderas que obstruían la ventana de su casa, pero ahora, en este nuevo país, él mismo había decidido abrir una nueva ventana hacia el mundo, una donde las oportunidades no solo se encontraban, sino que también se creaban.