Sociedad

El síndrome del "nunca es suficiente"

Estudiar, trabajar, tener éxito en todo y ser feliz en las redes sociales. A veces parece que hagas lo que hagas nada alcanza, porque siempre se puede se puede un poco más ¿Cómo cuidar la salud mental? En esta nota Mirco comparte sus ideas sobre la autoexigencia y plantea algunas vías para disfrutar del proceso y no solo del resultado.

Por Mirco Arrojo

Hace unos días me dieron la nota de un parcial y me fue mal. Apenas la vi, me fui al baño de la facultad y lloré. Lloré de bronca, de agotamiento, de frustración. Porque no llego con todo. Porque intento hacer todo bien, pero no puedo. Me sequé las lágrimas, salí, y fui directo a una formación de un curso. Cuando terminó, fui a trabajar. Salí tarde, agotado, con el cuerpo pidiéndome descanso (no iba a suceder). Llegué a casa, comí algo rápido y me puse a estudiar. Me dormí a las 4 de la mañana. A las 8 am ya estaba dando clases, después me puse a estudiar y luego fui a trabajar. Y así todos los días. Corriendo de un lado a otro. Con la agenda llena, la cabeza saturada y el corazón apretado.

No se trata solo de tener muchas actividades. Se trata de una sensación constante de no estar llegando nunca. De estar siempre en deuda. Con lo que se espera de nosotros. Con lo que se supone que deberíamos estar haciendo. Con la imagen ideal de juventud productiva que aprendimos a sostener aunque nos cueste la salud.

La autoexigencia no nace sola

Podemos hablar de la presión personal, pero sería injusto quedarnos ahí. Lo que vivimos como experiencias individuales son, en realidad, respuestas a un sistema que nos moldea, que nos forma bajo ciertas lógicas. No nacimos queriendo ser perfectos, nos enseñaron que solo seríamos valiosos si lo éramos.

Nos empujaron a creer que la juventud es una especie de “ventana de oportunidad” que hay que explotar al máximo. Que si no aprovechás tus veinte, los vas a lamentar toda la vida. Que ahora es el momento de hacer, crecer, invertir, construir, destacarse. El futuro se volvió una amenaza: si no hacés todo ahora, después vas a pagar las consecuencias. Entonces, llenamos cada espacio disponible con cursos, proyectos, experiencias y logros que se puedan mostrar.

Pero, ¿mostrarle a quién? ¿Para quién estamos haciendo todo esto?

La respuesta es incómoda, pero clara: para el mercado. Para insertarnos en un sistema que cada vez ofrece menos garantías, menos derechos, menos futuro. Nos vendieron la idea de que si nos preparamos lo suficiente, si somos versátiles, resilientes, multifuncionales, vamos a encontrar nuestro lugar. Pero ese lugar no existe para todos. Nunca existió. El sistema no está roto: funciona perfectamente para que unos pocos vivan bien mientras los demás se desgastan tratando de llegar a algo que nunca llega.

La juventud precarizada

Según datos del Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA, más del 70% de jóvenes entre 18 y 30 años en Argentina manifiestan síntomas de ansiedad y frustración. La causa no es un problema generacional de “gestión emocional”: es una vida montada sobre la incertidumbre.

Por otro lado, la Organización Internacional del Trabajo indica que casi la mitad de los jóvenes en América Latina sufre altos niveles de estrés por la combinación de trabajo informal, salarios bajos, exigencias educativas y falta de perspectivas concretas.

Y sin embargo, nos siguen diciendo que “el que quiere, puede”.

En paralelo, las redes sociales reproducen una versión idealizada del éxito: juventud feliz, independiente, viajada, ocupada, productiva. Y eso también duele. Porque sentimos que mientras nosotros apenas podemos dormir otros están “triunfando”. Como si no estuviéramos todos igual: agotados, exigidos, comparándonos, tratando de sostener algo que no se puede sostener.

Parar también es político

Nos están robando el derecho a estar perdidos. A no saber. A equivocarnos. A cambiar de idea. A tener tiempos lentos. A disfrutar algo sin pensar en cuánto valor suma a nuestro “perfil profesional”. La juventud no puede ser solo una etapa de sacrificio para ganarse el derecho a existir. No nacimos para ser currículums. No somos proyectos de productividad.

Decir que no podemos con todo no es rendirse: es rebelarse. Es asumir que no somos máquinas. Es dejar de aceptar como “normal” un modelo de vida que nos enferma. No se trata de romantizar la inacción, sino de recuperar el derecho a vivir una juventud con sentido, con vínculos, con tiempo, con errores, con descanso, con espacios para explorar quiénes somos sin estar todo el tiempo rindiendo examen.

No tengo todas las respuestas. Pero tengo preguntas que me empujan a escribir esto. ¿Qué pasaría si empezamos a valorar más la experiencia que el resultado? ¿Qué pasaría si empezamos a tratarnos con ternura en vez de exigencia?
¿Qué pasaría si dejamos de correr, aunque sea un rato?

A vos que estás ahí, con el cuerpo cansado y la cabeza sobrepasada, a vos que sentís que no estás haciendo suficiente,
te juro que lo estás haciendo bien. No todo tiene que tener un propósito, no todo tiene que rendir. Estás viviendo, y vivir también cuenta.Estamos creciendo, y crecer duele. Pero no estamos solos. Y eso, también, es juventud.

Ilustración Emma Jamardo