
La historia de la indumentaria revela no solo la riqueza cultural, sino también la lucha por los derechos de quienes han aportado a la construcción del país. En los últimos dos años el Museo Nacional del Traje enfrenta fuertes recortes de financiación que amenazan su existencia. Esta crónica conversa con Lino De La Serna, un gato emblemático del museo que recuerda la importancia de preservar la historia y la identidad argentina a través de la vestimenta y la memoria colectiva.
Luciana Olivero
En tu primera entrevista laboral seguro enfrentaste la típica pregunta encasillada en “¿qué tipo de animal te representa?”. Mayormente, respondemos guiados por la sencillez de ser un león por su fuerza, el caballo por su determinación o la jirafa por su liderazgo empático.
Este no suele ser el caso de Lino De La Serna. Un gato, que no es cualquier gato y se presenta como una de las partes más fundamentales del antiguamente llamado “Museo del Traje”. Ante la imposibilidad de estar presente físicamente en el lugar donde el arte ocurre, Lino logró responder cómicamente mis insistentes mensajes en su bandeja de entrada. Con sus cuatro extremidades de la altura de un pequeño lápiz cuya punta no resiste otra modificación y sus bigotes afilados que luchan por ser resistentes al tacto, el felino puso a trabajar su leal lógica para contarme el detrás de escena de sus compañeros.
No es un mínimo detalle el hecho de que su personaje, luego de once años de convivencia junto a nueve mil piezas, nace a raíz de un contexto social que lo empuja a la difusión de los derechos de sus compañeros humanos. No tiene la resistencia o el rugido de un león, pero tiene en sus manos la lucha por el trabajo digno y persistente ante el miedo de la pérdida de su alcancía de oro.
¿Qué es la llamada Colección Histórica del Traje Argentino? El ahora perteneciente al Museo Nacional, se nutre de la vestimenta latinoamericana, permitiendo el acceso a un contexto social, cultural y político que parte desde el siglo XVIII hasta la década de los 80´s. El traje no es solo un componente de unas pocas piezas, sino que también es la representación de nuestra identidad. Para simplificarlo, son hilos enlazados que conectados unos a otros, forman un un textil resistente a los espacios vacíos. Aquellos donde abunda el silencio. Donde se sufre las tempestades de la época y el tironeo de una política argentina que busca desarmarlos, que entre rasgaduras y daños, se mantuvieron firmes al fin y al cabo.
Lino fue quien me llevó a conocer esta sutil metáfora sobre el encaje. Me permitió ver de cerca, gracias a la investigadora textil Delia Etcheverry, piezas desconocidas en mi infancia, pero visitantes natos del cajón de pino de mi abuela.
Cada vez que pisaba la entrada de su casa, veía una serie de tejidos similares a las redes de un pescador que atrapa intuitivamente a su víctima o las de el trabajo forzoso de una telaraña en la esquina de cuatro paredes. Debajo del teléfono, en el jarrón sobre la mesa y por qué no, en el sillón donde recibía a sus nietos. Resulta ser que en el entretiempo entre ser ama de casa y madre de sus hijos, se sentaba en la comodidad del chalet para entretejer un sinfín de hilos, pero también de sueños que alguna vez se quedaron sin ser cumplidos.
Sé que mi abuela el aplauso más grande no lo tenía cuando estaba horas de pie, sino que lo percibía en los halagos ocasionados por una serie de bolillos y agujas que iban al ritmo de lo que hoy experimentamos con la máquina de coser. Sé también que lo que puede ser un complejo pedazo de tela en el presente, al que ocasionalmente amenazan con despachar, para ella significaba el acto más empoderante de la época. Porque, ¿Dónde observaríamos el arte? ¿Cómo experimentaríamos las versatilidades al tacto si no fuera por ellas?
Si me dirijo algunos años atrás, mi cabeza crea una serie de escenarios ficticios o tal vez, no tan ficticios con madres cuyas posibilidades eran escasas. Que en su emocionante sabiduría lograban transmitir los conocimientos a sus hijas, que posteriormente tendrían la difícil tarea de transmitirlo a su herencia. La indumentaria puede ser y es el espacio de las mujeres que estaban ocultas puertas adentro. La exposición de cientos de colecciones en un museo resulta ser la luz de la habitación oculta al fondo de la casa, las noches en vela al cuidado de la familia o de “descanso” al final de la rutina monótona del día. Es la visibilización de lo que seguramente puede haber sido el olvido o pérdida de tradiciones durante el paso del tiempo.
Si nos arrebatan una parte del museo, también me arrebatan una parte de mi museo más preciado al que creí despedir en el último adiós hace unos años, mi abuela. Si nos arrebatan una parte del museo, también me arrebatan los primeros pasos de mis derechos más finitos, los encajes. Lo que para otros resulta ser un desperdicio de dinero o el deseo pasional de ir eliminando cabezas hasta que solo uno sea el merecedor de poder, para mí termina en la permanencia de lo que fue también mi historia. Y así descubro que todos somos parte de lo que alguna vez fue Argentina.
En mis prioridades nace ferozmente el seguir construyendo un país memorioso que honre nuestra cultura y defienda a quienes la llevan en su hombro sin miedo a la censura. No me resulta sencillo el darle una despedida a lo que marca el futuro de lo que alguna vez será modelo educativo de un próximo artesano en sus primeros pasos o el recuerdo innato de los seres vivientes.
No me parece una mera coincidencia que entre una de las novedades más llamativas de dicho espacio se encuentre la representante innata de la revolcuión y rebeldía contra una sociedad que marginaba su desempeño. Escuché decir una vez de sus labios, ¿Por qué pierden la cabeza ocupándose de mí?, pero Tita que tanta sorpresa te daría saber que 60 años después marchamos en las calles al grito de, ¿será que tienen miedo de educar al pueblo?